El Síndrome de Doña Florinda


Florinda, la del Chavo del Ocho, el tío Tom y Stephen Candie… Son síndromes que circulan por la Argentina. Un recorrido con el Dante a las entrañas patológicas del odio argento.

“Estás tan cerca como si ya no estuvieras aquí”

 Paul Celan

En otra época, la ya extinta banda británica Pink Floyd diría en una de sus canciones “desearía que estuvieras aquí”: deseo, pero no puedo y solo deseo porque temo. Probablemente esto nos defina como sociedad argentina hoy, el deseo, por un lado, el miedo por el otro, temor y apetencia.

Ambos, motores de una economía periférica y emergente. Para que no se detenga el consumo fetiche, clasemediero, debe robustecerse una individualidad meritocrática en búsqueda de una permanente auto gratificación, en cuanto a su imagen, el husmeo de la quimera de la felicidad. El ya vetusto, denostado y malogrado sueño americano versión tercer mundista.

Se requiere, por así decirlo, un inmutable esmero sujeto/sujetado de atención hacia los objetos de placer, una filiación directa con el goce efímero que me generan bártulos y sustancias para siempre volver al círculo vicioso del fetiche excitación/compra/embriagación/excitación/frustración, y así sucesivamente. Los modelos propagandísticos exitosos, bellos y blancos con un mismo metamensaje excluyente, que dejan muy claro que en algún intento de traspaso de los muros sociales: «one million» no es para negros. Porque el negro da miedo, del negro me distingo.

En la toma de Guernica, ocurrida el pasado mes de octubre, fue notable que parte de los entrevistados se definían como de clase media, nadie se define ya como pobre o perteneciente a sectores populares, pobre siempre es un otro. Temor, hasta llegar al exorcismo, consumo para no ser ese otro denostado y oscuro, apetencia.

La fecundidad masiva de la compulsión de compra de clase, la fetichización tanto del dinero como de la tecnología, obviamente necesitan de la inercia, la holganza del pensamiento crítico del consumidor, el renunciamiento de los ciudadanos a pensarse como parte de una gran máquina en la cual son solo partes componentes y en donde obviamente aceptan el instalado: no poder hacer nada, el “otro ladrillo en la pared”.

Cuando el expresidente de Ecuador, Rafael Correa, apela al «Síndrome de Doña Florinda» para redefinir los contenidos ideológicos de la clase media de su país, pudo tranquilamente referirse a la misma clase en la República Argentina. Un segmento que se regodea de sus logros económicos comparándose con los provechos de los sectores hegemónicos en cuanto posesión de bienes o poder real. Una imagen ilusoria y distorsionada de sí mismos.

El típico terrateniente de balcón o sojero de maceta que paga sus impuestos y el alquiler de su monoambiente menospreciando todo su entorno de clase. Lo popular está muy lejano de su realidad. No hay autorreferencia de la clase en sí, mucho menos de la clase para sí. Se siente superior, sin tener una clara definición del porqué, más allá del color u origen de quinta lejana generación europea. El temor es ser confundidos con ese ellos, en su pretensión de élite blanca y superior, que por tanto entonces, necesita imperiosamente despegarse de esos otros negros y choriplaneros. Hay una desconexión ontológica de la realidad que solo puede ser consolidada desde el odio.

No importa que el que gobierna mienta, robe, estafe o mate, lo importante es que sea como uno blanco y en lo posible rubito de ojos celestes. Patología social con puntos de contacto tanto al «Síndrome del Tío Tom», como al «Síndrome de Stephen Candie» (el peor de todos, en referencia al criado negro de la película «Django sin cadenas», interpretado por Samuel L. Jackson) que directamente odia a todo aquel que no sea blanco y exitoso.

Esta hedonicidad en las búsquedas del sentido íntimo no es otra cosa que caer en las fauces sacrificiales, fáusticas, de la negación del otro como ser entitativamente humano en tanto no europeo. El aluvión zoológico. Una sociedad objetual pero aislada en la caverna virtual, sin la luz platónica del saber que les permita preguntarse si ¿les es posible preguntarse algo?

La alteridad, como aquel o aquellos que nos interpelan está desapareciendo, en tanto que las relaciones virtuales nos descomunican. Hoy las redes sociales como Facebook, Twitter, Tinder, Instagram, o la Universidad virtual que sea, nos desaparece al otro, nos aísla en nuestra nueva caverna de modernidad tardía. La interpelación de ese otro distinto que de alguna manera cuestiona mi propio narcisismo, es lo que insta, justamente a conjurarlo, para evitar esa grafía del signo del dolor que me devuelve el espejo real y no el distorsionado. ¿Yo también soy pobre?

La sociedad posmoderna y virtual no nos expone, no nos aventura en ese mar de los sargazos de lo humanamente diverso. Diseminamos bríos carnales en una prudente amenización de las diferencias, trocamos el contacto directo por imágenes de otro no sujeto sino objeto, avanzando así en la pérdida total del prójimo/próximo real. Mi otro es la tecnología, la pantalla o la «selfi», es muchísima la comunicación de contacto que absorbe nuestra psiquis pero, ¿son relaciones vivas?

La hipercomunicación vigente que construye Facebook nos da por un lado hasta 5000 contactos pero, ¿nos da conexiones, vínculos, lazos, uniones o aniquilamos cuerpos verídicos de carne y hueso? No importa Guernica, ni Santiago Maldonado, ni el chico Nahuel o Astudillo. No importa el otro pandémico en cifras estadísticas, estamos acostumbrados al «ni una menos» de la pantalla. Somos runners de la vida. La represión violenta no existe, tampoco las fake news, todo es distracción y entretenimiento umbilical.

Paradójicamente, las redes suprimen la distancia talando la cercanía y el encuentro. Ese desencanto del otro, como quiere la globalización neoliberal, solo tiende a aislarnos y confinarnos en el vacío existencial donde nada es sólido ni duradero. La ya vieja categoría de las relaciones líquidas.

El sistema global guía a una ausencia y una tribulación existencial de ansiedades difusas. Desmantelando la seguridad interior, los lazos. Ninguna persona se concibe segura en este régimen estrictamente competitivo.

El individualismo y la meritocracia han arrasado altamente estructuras de comunicación duraderas de identidad firme. Nada es permanente, no hay persistencia en las relaciones, en los sentimientos, en la empatía, mucho menos en la ideología. Esta rúbrica efímera de estos tiempos opera sobre el individuo aislado, lo desequilibra, lo hace extraviar de toda certeza. Lo hace sentir amenazado. Solamente lo contiene la renovación del deseo en el poder seguir consumiendo en esa acumulación compulsiva y que en definitiva sostiene el sistema.

Es la confianza total a la teoría del crecimiento infinito, una fetichización de objetos rituales que supuestamente lo distancian del otro pobre. Una suerte de hipérbole consumista y adictiva de sonrisas permanentes inocuas al mercado.

Es justamente esta perplejidad, este temor por mi yo en relación con el otro social, lo que lleva a la articulación con ese “desierto” del ego. La búsqueda por otro lado contradictoria de ese otro contenedor que no es subjetivado sino objetivado desde una pantalla. Ese lugar no lugar en la categoría planteada por el antropólogo francés Marc Augé, llenadas de centenares de «selfis» autorreferenciales de un narcisismo negativo que generan la necesidad adictiva de la permanente conexión con otro, que no es tal porque es virtual.

En realidad, estos tips posmodernos no se generan por vanidad o enamoramiento autorreferenciales, sino que ilustran con precisión este vacío interior que genera el propio mercado. En lugar de un ego narcisista estable, se trata de un «narcisismo demoledor». Los profetas de las filosofías noventistas del «New Age», que piensan que con la llegada de la pandemia se nos ha inoculado el virus de la solidaridad, están ampliamente equivocados. No hay ningún signo de axiomática fraternidad en el presente o en el futuro. El sujeto neoliberal no posee la capacidad de disfrute en correspondencias sociales que considera baldías. Se ve a sí mismo como «self made man» (hombre hecho a sí mismo), borracho en el éxito de ser gerente de Silkey, Avon o Tupperware.

Es un exclusivo emprendedor perfeccionado y mejorado en su propio producto: él mismo. Es una forma de auto explotación que considera más efectiva que la explotación del otro, en este caso empresarial, la treta de promover altos rendimientos con una impresión de libertad. Este mecanismo del mercado globalizado va colonizando subjetividades en desmedro de conductas comunitarias, el contacto empresarial ya es vetusto.

Todo esto presentado como muy bueno en tanto a la felicidad, pero debe quedar claro que no puedo tener satisfacción gratis, la felicidad se debe pagar.

El desaliento, la hipocondría y la nostalgia lógicas ante tanta soledad del no ser social deben rápidamente ser excomulgadas, transformadas, apresuradamente sanadas y presididas del sentir, desde el consumo, ante ese abismo existencial al excluirlas desde los discursos meritocráticos individualista y de dispendio, se destierra la magnitud de la hondura de la existencia; solo persiste el alzamiento real o ficticio de intentar desesperadamente el ascenso socioeconómico de obtener más y no ser ese otro que me come los talones.

Esta asepsia de contacto de Doña Florinda argenta y clasemedial, en su distorsión de la realidad, prefiere desconectarse en su felicidad de pensión cómoda y segura a revolverse en lo ominoso cosmos de lo popular. La vida, la sociedad, la cultura como inmanente al hombre son categorías solo utilitarias, eficientes, previsibles, pero deshumanizadas en una permanente incertidumbre existencial, solo narcotizada desde la manipulación del deseo por paliativos del entretenimiento, la tecnología y de las lógicas objetuales del tener.

Nuestros Stephen Candie no deben afrontar la oscuridad de saber que no poseen el toque de Midas, mucho menos llegar a la conclusión que ni siquiera sospechan y que solos así desclasados no habrá ninguna transformación estructural. La única salida que provee el sistema es la distracción permanente o también el odio como parte del entretenimiento.

Estamos conectados a las redes, pero cada vez más desligados de nosotros y de la sociedad toda, conformada por esos millones que nos dan sentido social. Solo queda la tecno utopía y la existencia corporizada de paraísos sintéticos y virtuales. Hay nuevos ritos con praxis simbólicas novísimas donde se conducen cotizaciones y decretos que conservan enlazada la sociedad post moderna. Estos rituales han construido una cultura sin correspondencia e intercambio real de los cuerpos, manifestando un cosmos intercomunicado, pero sin comunidad.

Las redes son vasos comunicantes a ese sentimiento que expresan las nuevas derechas con la llegada de viejas metodologías aggiornadas que llenan el vacío existencial de individualismo meritocrático. La auto explotación en pos del supuesto ascenso social con sentimientos de odio por la alteridad. Hay un empujar con una alta vara de rabia, ira y furia hacia el otro cercano del que quiero despegar, ya que su cercanía sería reconocer mi fracaso dentro del orden meritocrático.

Los mensajes anticuarentena, la infectadura, las patrullas de presos liberados, la gravedad institucional del ocaso de la propiedad privada, la intoxicación mediática de mentiras, medias verdades, la acumulación de miedo, colera y revancha de clase, todo eso y más. Estamos atravesando una humanidad, una cultura de la soledad con invocaciones a cábalas autoritarias de nodos sociales que siempre recogen los extremismos de derecha y los holocaustos.

Tengamos cuidado, la desesperanza del «que se vayan todos» marca la llegada de las fórmulas mesiánicas de Jair Bolsonaro, Jeanine Añez, Patricia Bullrich, Javier Milei o José Luis Espert, y como corolario de esta pandemia las tentaciones facilistas y del sin sentido están a la vuelta de la esquina.


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2 respuestas a “El Síndrome de Doña Florinda

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